miércoles, 25 de junio de 2014

Lezcano, 15 años después

Hace poco un amigo y poeta, Eduardo Galván, publicaba en Facebook una foto de cuando éramos jóvenes, poetas y queríamos aprender todo lo posible en verso. En la Casamuseo Benito Pérez Galdós  nos reuníamos jóvenes, y no tanto, para leer, escribir y hablar de literatura.

A algunos nos llevaba la pedantería a pensar que sabíamos escribir y disfrutábamos muchísimo de lo que oíamos y nos sugería. Allí un incipiente doctor y erudito cervantino nos abría el alma con música, poesía maldita y versos que surgían tras su perilla teldesiana.

Hoy,  15 años después, miro hacia atrás, algo que normalmente no hago, y veo con satisfacción lo mucho que hemos andado. Compañeros de esos talleres que han publicado libros, son citados en antologías y viven en la literatura. Algunos acabamos en filología, en muchos casos la muerte por ciencia del escritor, y otros no lo sé. Hemos cambiado, viajado, sufrido y evolucionado y ahora la historia cae sobre nuestros hombros como recuerdo de aquellos días de verso y café en la biblioteca galdosiana.

Para mí, que de todo aprendo, fue un mundo nuevo, podía exponer mi sensibilidad sin ser atacado y disfrutarla. Y allí apareció.

Pedro Lezcano, un poeta que llego a ser Presidente del Cabildo, por cierto no duró mucho y fue el único presidente, quizás político, que nunca se sentó en la parte trasera de su vehículo oficial. Me decía, con más de 80 años de historia, que de lo único que se arrepentía en su vida era de haber sido político.

Este pacifista, que tuvo que enfrentarse a un consejo de guerra con Franco por un poema sobre la paz,  me recibía siempre que iba a su casa, preciosa, sabiendo que yo era militar. Un hombre de profunda raíces escépticas que hablaba en endecasílabos incluso con su perro.

Ir a su casa era todo un viaje para mí, salía de la monotonía y mediocridad del cuartel para entrar en un oasis de paz y cultura.

Lo conocí triste. Me decía que nunca había creído en dios, pero que ya estaba seguro de su inexistencia porque se había muerto su hija. "Si dios existiera, no dejaría que los hijos se murieran antes que los padres".

Intenté alegrarle, que volviera a escribir, intentamos montar un congreso de literatura canaria en Salamanca para que viniera, para que otros pudieran escucharle. Le pedí que si podía utilizar algún verso suyo para los carteles y folletos y me respondió como siempre en verso: "Mías son mis manos, que han de venirse al barro/ el resto es para quién lo quiera". Pero se nos murió antes. La última vez que hablé con él en su casa de Santa Brígida me regaló sus libros, no sólo los había escrito sino que los había hecho con sus propias manos, me enseñó a encuadernar y me los dedicó.

Siempre fumando. Siempre versando. Con verdadero cariño te recuerdo tras tus versos: